"... no puedo asistir sin una suerte de estremecimiento a esta connivencia de las artes a espaldas de la naturaleza: como si un día debiéramos padecer un asalto del infierno y encontrarnos espantosamente indefensos".
Rainer María Rilke.
Rilke adivinaba en los dibujos de Paul Klee "transcripción de música". Mucho se ha sentido, pensado y escrito antes y después sobre la posible musicalidad de la pintura o de otras artes que apoyan su representación en la permanencia armónica, en la simultaneidad, como hacen arquitectos y escultores. Mucho mayor será la proximidad de la música con las demás "artes del tiempo", con el teatro, con la danza, con la cinematografía, representadas en el discurso secuencial de la sucesión melódica.
Parece cierto que la proporción entre relaciones, tanto espaciales como temporales, sigue la esencia de lo musical, esa paradoja de rigor y ambigüedad capaz de tocar la matemática y el ensueño, razón y pasión contemplativa, tiempo y eternidad. No se trata, pues, de buscar identidades ni paralelismos entre lenguajes, sino de captar la necesidad de equilibrio entre fuerzas, entre emociones, entre percepciones y sustancias expresivas para comprender qué pueda tener de música un relato cinematográfico.
Parece cierto que la proporción entre relaciones, tanto espaciales como temporales, sigue la esencia de lo musical, esa paradoja de rigor y ambigüedad capaz de tocar la matemática y el ensueño, razón y pasión contemplativa, tiempo y eternidad. No se trata, pues, de buscar identidades ni paralelismos entre lenguajes, sino de captar la necesidad de equilibrio entre fuerzas, entre emociones, entre percepciones y sustancias expresivas para comprender qué pueda tener de música un relato cinematográfico.
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